¿Qué pensaban los escritores rusos clásicos sobre la fama?
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“Bueno, hermano, nunca, creo yo, mi fama alcanzará un apogeo como el de ahora. En todas partes me tratan con un respeto increíble, la curiosidad hacia mí es enorme. He conocido a muchísima gente respetable. El príncipe Odóievski me ruega que lo honre con mi visita, y el conde Sologub se arranca los cabellos de desesperación. Panáiev le ha dicho que existe un talento que los aplastará a todos. (…) Todos me reciben como a un prodigio”, así escribía Fiódor Dostoievski a su hermano Mijaíl sobre la popularidad que cayó sobre él tras la publicación de su novela Pobres gentes. Fue proclamado de inmediato como “el nuevo Gógol” y todos querían conocer al joven y talentoso autor.
Algo parecido le ocurrió al autor de El jardín de los cerezos y Las tres hermanas, Antón Chéjov. “En San Petersburgo soy ahora el escritor más de moda. Lo demuestran los periódicos y revistas, que a finales de 1886 se ocuparon de mí, repitieron mi nombre de todas las maneras posibles y me elogiaron más allá de mis méritos. El resultado de este aumento de mi reputación literaria es una abundancia de encargos e invitaciones, y, en consecuencia, un trabajo intenso y agotador”, se quejaba Chéjov en una carta a un pariente.
El poeta Mijaíl Lérmontov contaba a su amada María Lopujiná sobre el peso de la fama: “Debo decirle que soy el hombre más desgraciado, y me creerá cuando sepa que voy a bailes todos los días; me he lanzado al gran mundo; durante un mes he estado de moda, literalmente me despedazan. Al menos eso es sinceridad. Todo ese mundo al que yo insulté en mis versos intenta ahora colmarme de halagos; las mujeres más bonitas me piden poemas y se jactan de ellos como de su mayor triunfo”.
El autor de Guerra y paz, Lev Tolstói, confesaba en su diario que la tentación de la fama era una de las más fuertes para él: “...hay cosas que amo más que el bien : la gloria. Soy tan ambicioso y este sentimiento ha sido tan poco satisfecho, que temo que, si tuviera que elegir entre la gloria y la virtud, escogería la primera”.
Por su parte, Nikolái Gógol veía la fama con cierta desconfianza, temiendo su inconstancia:
“...Tus reproches por mi afán de gloria pueden ser justos, pero no creo que ese deseo sea tan grande ni que yo ame tanto el incienso como tú supones. (…) En el tiempo en que la fama de autor me conmovía más que ahora, solo me sentí embriagado durante los primeros días tras la publicación de mi libro; pero poco después ya experimentaba casi aversión por mi propia obra, y sus defectos se me revelaban con toda su desnudez”, escribía a su colega y amigo Piotr Pletniov.
Pero la fama es efímera. Muchos escritores compartían esa idea. “...Eso mismo que llamamos felicidad: la salud, la riqueza, la gloria, la belleza… todo ello debilita nuestra energía, elimina la posibilidad o, al menos, la necesidad de esforzarnos, lo único que da un verdadero bien”, opinaba el mismo Tolstói. En su diario anotaba: “Debilidad, toda la mañana sin hacer nada. Pensé, y parece que fue para bien. Me siento repugnante. Lleno de fama humana. Ocupado en las consecuencias”. Y añadía al día siguiente: “Gracias a Dios, parece que he vencido la gloria terrenal”.