Cómo una duquesa inglesa aventurera terminó en la corte de Catalina II
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La duquesa sin título
Elizabeth Chudleigh posando como Ifigenia
Elizabeth Chudleigh, la futura duquesa de Kingston, nació en Devon en 1720. A los 18 años se convirtió en dama de honor de la princesa de Gales, Augusta de Sajonia-Gotha. A los 24, contrajo matrimonio en secreto con Augustus John Hervey, hijo menor del conde de Bristol. Decidieron mantener el matrimonio oculto: la feliz esposa no quería perder su puesto en la corte, donde tenía éxito, y su marido estaba ocupado sirviendo en la marina.
El matrimonio, sin embargo, no funcionó. Y Elizabeth tampoco se distinguía por su comportamiento ejemplar. En 1749 apareció en un baile disfrazada de Ifigenia, con un vestido de seda color carne que no dejaba nada a la imaginación. Las damas se escandalizaron, los caballeros quedaron fascinados. Entre ellos estaba Evelyn Pierrepont, duque de Kingston, con quien se casó en 1769.
Sátira sobre la Señorita Chudleigh, representada semidesnuda en un baile de máscaras. Aguafuerte de 1749
Pocos años después enviudó, heredando una enorme fortuna. Pero los familiares del duque iniciaron un proceso judicial acusándola de bigamia. La bella y voluble mujer creía haberlo planeado todo: destruyó el registro de su primer matrimonio y llegó a un acuerdo con Hervey para que el tribunal eclesiástico declarara su unión inexistente. Pero lograron encontrar al único testigo de aquella boda...
El castigo por bigamia era severo, incluso la pena de muerte, además de marcar al condenado con hierro candente en la mano izquierda. Elizabeth, que amaba la vida, respiró aliviada cuando la sentencia fue simplemente la pérdida del título ducal, pero conservando su herencia. Y, sin rubor alguno, siguió presentándose como “la duquesa de Kingston”.
Cuadros para Catalina la Grande
Permanecer en Inglaterra ya no era una opción para la ex dama de honor. Decidió irse lo más lejos posible… a Rusia. Su plan era claro: conseguir una posición en la corte de Catalina II, establecerse en San Petersburgo y disfrutar de una vida libre.
Elizabeth Chudleigh, Condesa de Bristol y posteriormente Duquesa de Kingston por bigamia
Escribió a la emperatriz expresando su deseo de regalarle una colección de pinturas de maestros antiguos heredada de su segundo esposo, con la condición de que la zarina escogiera personalmente las obras que quisiera conservar. Catalina aceptó, y Elizabeth partió rumbo al Imperio ruso.
En 1777, un yate ancló cerca del Palacio de Invierno, atrayendo a una multitud de curiosos. La propietaria del barco no solo no los echó, sino que los invitó amablemente a bordo, declarando que su sueño era “ver, aunque fuera una vez, a Catalina la Grande”.
"El Conde de Bristol" de Thomas Gainsborough
El sueño se cumplió: la duquesa fue recibida en la corte. La emperatriz escribió sobre ella: “Tiene buena cabeza y no le falta inteligencia”. Catalina le otorgó tierras en el distrito de Schlisselburg, y pronto Elizabeth se convirtió en una figura habitual en los bailes aristocráticos, correspondiendo con fastuosas recepciones a bordo de su yate. Todo marchaba bien, salvo por un detalle: no tenía el rango de dama de honor, título que decidió conseguir a cualquier precio.
Compró una finca en Estonia por 74.000 rublos de plata, que llamó “Chudleigh” (su apellido de soltera), donde instaló una destilería. Luego adquirió una casa en el canal Fontanka y varias propiedades en los alrededores de San Petersburgo. Incluso compró la famosa taberna “Cabaret Rojo” en la carretera de Peterhof. Pero todo fue en vano: ninguna extranjera había recibido jamás el título de dama de honor imperial.
Nuevos juicios
Frustrada, la duquesa decidió abandonar Rusia en el otoño de 1777, aunque regresó a San Petersburgo varias veces. Sin embargo, su presencia provocaba cada vez menos entusiasmo: Catalina comenzó a mantenerla a distancia, y lo mismo hicieron los cortesanos.
Retrato de Duquesa de Kingston
A Inglaterra nunca volvió: allí no habían olvidado sus escándalos. En 1787 compró una casa en Fontainebleau (Francia), donde vivió hasta su muerte en 1788. Dejó una fortuna de unos 30 millones de rublos y pidió ser enterrada en San Petersburgo (si moría allí), “para que mis restos reposen donde mi corazón siempre quiso estar”.
Incluso después de su muerte, siguió dando de qué hablar. En su detallado testamento legó a la emperatriz rusa joyas, cuadros y todo lo que poseía en San Petersburgo, a cambio de que sus albaceas ingleses recibieran 150.000 rublos. Esto provocó largos litigios judiciales. Su administrador, Mijaíl Garnovski, se apropió de las tierras y propiedades restantes, negándose a devolverlas. Finalmente, Pablo I puso fin al conflicto: los bienes de la duquesa inglesa pasaron al tesoro imperial, y su casa en la esquina de Fontanka se transformó en los cuarteles de Izmáilovo.