¿Por qué se temía y valoraba a los deshollinadores en la Rusia zarista?
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En la época del emperador Pablo I, en San Petersburgo circulaba un acertijo: “¡Viene un cerdo de Gátchina, todo cubierto de hollín!”. Incluso los niños sabían que se trataba del deshollinador.
Reconocer a un deshollinador en las calles de la Rusia prerrevolucionaria era fácil, como en otros países: rostro ennegrecido por el hollín, práctico traje negro con cuello o cinturón blanco. Con el tiempo, el sombrero de copa negro alto se convirtió en un atributo indispensable.
Ese atuendo, que parecía una burla a la aristocracia, resultó ser muy práctico: en el sombrero se podían guardar lápices y pequeñas herramientas. En el cinturón colgaba una gran cuenco para la ceniza, y sobre el hombro llevaba una cuerda enrollada con una pesada bola de hierro fundido al final, usada para despejar obstrucciones densas. El conjunto se completaba con cepillos montados sobre varas, raspadores y un saco para recoger el hollín.
El trabajo requería una gran condición física: solo un hombre o muchacho delgado, fuerte y ágil podía arrastrarse por las estrechas chimeneas. Era una labor dura, sucia y peligrosa: los maestros debían trepar por los tejados bajo cualquier clima y descender a espacios estrechos y llenos de humo. No es de extrañar que la profesión atrajera a personas de las clases bajas urbanas o campesinos que buscaban ganarse la vida en la ciudad sin capital inicial.
Había una división profesional: los “libres”, que trabajaban por encargos privados, y los “estatales”, adscritos a las administraciones municipales y encargados de limpiar los edificios públicos.
A pesar del bajo estatus social y las restricciones ligadas a su trabajo sucio (según algunas fuentes, incluso se les prohibía caminar por las aceras), en la imaginación popular el deshollinador tenía un aura mística: trabajaba entre el cielo y la tierra, con el fuego y sus consecuencias. Encontrarse con uno se consideraba un buen presagio, sobre todo antes de un evento importante. Para “atraer la suerte”, la gente tocaba los botones brillantes de su uniforme.
La profesión, sin embargo, estaba llena de riesgos: caídas frecuentes desde techos mojados o helados, y enfermedades pulmonares causadas por la inhalación constante de hollín acortaban considerablemente la vida de los deshollinadores. Aun así, el trabajo estaba bien pagado. A mediados del siglo XIX, limpiar 14 chimeneas costaba un rublo de plata, y un maestro podía ganar hasta 30 rublos al mes, suficiente para comprar, por ejemplo, 68 kg de carne. En San Petersburgo, además, tenían derecho a usar los baños públicos de forma gratuita.
Con el desarrollo de la calefacción central, la necesidad de sus servicios disminuyó, pero la profesión no desapareció. Los maestros modernos, igual que hace siglos, utilizan pesas, cables y cepillos, aunque ahora complementan su equipo con cámaras de video y tecnología informática para el diagnóstico y control. Eso sí, ya no necesitan trepar por las chimeneas.