Rubén Darío Flórez Arcila: un colombiano que llevó la literatura rusa a América Latina
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Presidente del Instituto Tolstói, profesor adjunto de la Universidad Nacional de Colombia, escritor, poeta y traductor, Flórez Arcila tradujo al español la novela Eugenio Oneguin de Aleksandr Pushkin y dio a conocer en Colombia, Argentina, México, España y Chile la obra de poetas como Anna Ajmátova, Borís Pasternak y Arseni Tarkovski. Enamorado de la literatura y la cultura rusas, se revela (como era de esperar) como un interlocutor apasionado e interesante.
– Señor Arcila, ¿cómo y cuándo fue su primer encuentro con la literatura rusa?
– Mi acercamiento a la literatura rusa comenzó con la novela Guerra y paz. Mi padre tenía una biblioteca bastante grande y, una noche, encontré por casualidad un tomo encuadernado en cuero rojo. En la portada se leía en letras doradas: «Obras completas del conde Lev Nikoláievich Tolstói, traducidas al español». Así fue como me adentré por primera vez en el complejo y hermoso mundo de la novela clásica rusa.
En Guerra y paz me llamó la atención la figura de Mijaíl Kutúzov. En ese momento no sabía nada de este destacado comandante y decidí investigar más. En casa teníamos una excelente enciclopedia en español, publicada en Francia, muy detallada y completa. Por cierto, sigue siendo muy popular en Colombia. ¡Cuál fue mi sorpresa al no encontrar ni una sola mención a Kutúzov! Los autores de la enciclopedia, en varios volúmenes, simplemente ignoraban su existencia. Me resultó muy extraño. Así, mi primer encuentro con la literatura rusa se convirtió también en mi primer choque con los estereotipos sobre Rusia creados y sostenidos durante siglos en Europa occidental.
Por aquel entonces no sabía nada sobre la confrontación entre las élites occidentales y el pueblo ruso. Pero enseguida me surgió una pregunta: «¿Por qué en un diccionario con abundante información sobre grandes personajes de Francia, España, Gran Bretaña y Estados Unidos no aparece nada sobre una figura histórica tan importante como Kutúzov?».
En cuanto a la novela en sí, me cautivó por completo. Sentí que yo mismo formaba parte del mundo que creaba Tolstói: presenciaba la batalla de Borodinó, escuchaba el debate en el consejo de guerra de Filí, veía a los habitantes abandonar Moscú e incendiar la ciudad… Los personajes me impactaron profundamente. Sí, eran héroes literarios, pero para mí se convirtieron en personas reales.
Sigo convencido de que no hay en la literatura mundial un narrador realista más talentoso que León Tolstói. Hasta hoy no he encontrado en ningún otro escritor esa magia, ese arte supremo de transmitir la autenticidad de la vida. Su don consiste en describir la realidad (ya sea una batalla o la vida cotidiana) de manera que el lector la perciba como algo vivo. Las impresiones de aquella primera lectura me han acompañado toda la vida.
– Entonces leyó a Tolstói en español. ¿Y cuál fue el primer libro que leyó en ruso?
– Fue Eugenio Oneguin.
– Una elección poco común para un extranjero recién llegado a la facultad preparatoria de la Universidad de la Amistad de los Pueblos Patricio Lumumba…
– Decidí leer Eugenio Oneguin en ruso siguiendo el consejo de mis profesores, que me recomendaron un capítulo. Pero opté por leer la obra completa. Me armé de diccionarios, incluido el de Ózhegov, y cada día leía un capítulo. Anotaba cada palabra desconocida en una ficha, junto con la definición en ruso y la traducción al español. Al terminar la lectura, había elaborado mi propio catálogo de términos. Después volví a leer la obra, esta vez consultando solo mis fichas y sin necesidad del diccionario.
Leía Oneguin en voz alta para comprender mejor la melodía del ruso y quedé fascinado. Las características fonéticas del idioma me ayudaron a captar la musicalidad de la prosodia de Pushkin. La variedad de estilos de habla en la novela era sencillamente impresionante. También me interesaba la trama: me enamoré de esa historia y de cómo una línea argumental ya conocida en la literatura europea adquiría formas originales en el suelo ruso.
– Usted asumió el riesgo de traducir a Pushkin al español. Pero no es el único poeta ruso que ha traducido: también Pasternak, Tarkovski, Visotski, Ajmátova… ¿Por qué precisamente ellos?
– Es una pregunta muy amplia. Si me lo permite, me centraré en un solo poeta: Arseni Tarkovski. Me atrajo su manera lírica de describir la vida cotidiana, los objetos y fenómenos de todos los días, a través de los cuales se vislumbran significados profundos. Si la literatura rusa del siglo XIX solía mostrar cómo lo cotidiano podía atrapar y absorber al ser humano, revelando su poder destructivo, Tarkovski descubre la poética oculta en esa misma rutina.
– ¿Qué les transmite a sus alumnos en la universidad? ¿Qué es lo que más les interesa de la cultura rusa?
– Bogotá, con casi nueve millones de habitantes, es una ciudad culturalmente muy rica. Su centro histórico conserva barrios con templos y edificios barrocos y neoclásicos. Nuestro Instituto de Cultura Rusa León Tolstói se ubica en uno de esos barrios, y muchos estudiantes de toda América Latina vienen aquí para entrar en contacto con la cultura rusa.
Les hablo del valor civilizatorio y cultural del idioma y la literatura rusos, que aumenta a medida que el mundo se vuelve multipolar, mientras la importancia histórica de Europa Occidental disminuye. Los estudiantes acuden a nuestras clases por iniciativa propia, lo que demuestra su interés.
Ese interés se confirma también en otros espacios: el año pasado se presentó en la Feria del Libro de Bogotá mi traducción de la antología del poeta daguestaní Rasul Gamzátov, y en Medellín apareció una antología de poesía rusa contemporánea también traducida por mí.
– La primera vez que vino a Rusia fue hace casi treinta años. Desde entonces ha regresado muchas veces. Ha visto el país en distintas etapas históricas. ¿Qué impresiones conserva?
– A finales de los años 80, cuando estudiaba en la Universidad de la Amistad de los Pueblos en Moscú, participé en la construcción del ferrocarril Baikal-Amur como miembro de una brigada estudiantil. El viaje en tren hasta Ust-Kut fue larguísimo, pero me permitió descubrir la increíble belleza de Siberia. Aquellos paisajes infinitos dejaron en mí una huella imborrable. La experiencia de trabajar junto a estudiantes rusos me ayudó a conocer mejor su país.
Regresé a Moscú en 1996, en plena época de ruptura y caos tras la disolución de la URSS. En Colombia vivimos con gran preocupación ese proceso. No sabíamos si el Instituto de Cultura Rusa, que siempre había contado con apoyo soviético, podría sobrevivir. Yo había regresado poco antes a Bogotá y empezaba a trabajar como profesor de ruso en el Instituto de Amistad con la Unión Soviética. Tres años después, la URSS desapareció.
Los primeros años del siglo XXI fueron difíciles. Las nuevas condiciones de mercado afectaron también al ámbito cultural. Durante la época soviética, nuestro Instituto recibía apoyo estatal, por ejemplo en la formación de profesores. Incluso la URSS ofrecía diez plazas subvencionadas para estudiantes de Bogotá en sus universidades, lo que era una gran promoción para el estudio del ruso. Tras la desintegración, perdimos ese respaldo y la supervivencia del Instituto fue complicada.
El Instituto Tolstói, fundado en 1944 por colombianos como muestra de admiración hacia el país que derrotó al fascismo, es considerado en Bogotá la Casa de la Cultura Rusa. A pesar de las dificultades históricas, seguimos trabajando hasta hoy.
Esta es la versión abreviada de la entrevista. El texto completo se publicó en ruso en la revista Russkiy Mir.