Un pope español atrapado por la historia
La aldea de Vírets (región de Tver) es un lugar casi invisible en el mapa ruso, alejado de la civilización, escondido entre los bosques y los campos. No hay prácticamente nada allí: ni tiendas, ni restaurantes, ni cafeterías. Lo único que permanece es una docena de casas y una iglesia en medio del campo que, a pesar de todo, sigue funcionando y no deja que se apague la vida en este lugar.
El párroco se llama Valentín Bonilla y viaja de Moscú a Vírets cada fin de semana. Son poco más de 200 kilómetros, pero el religioso siempre tarda unas cuantas horas en llegar a su destino.
Primero, el tren le traslada de la capital a Tver (en poco más de dos horas), donde tiene que esperar un tren local (durante otras dos horas) que le lleva hasta el pueblo de Lijoslavl. Allí hace transbordo, toma otro tren y luego atraviesa los últimos ocho kilómetros en taxi; a veces, para ahorrar, salva esa distancia andando.
Pero Valentín, que tiene poco más de 50 años, está acostumbrado a cubrir este trayecto desde hace cuatro décadas, cuando lo hizo por primera vez siguiendo a su abuelo español, Domingo Bonilla.
Corazón partido
Domingo Bonilla Domingo (1914, Villarejo de Salvanés, Madrid) llegó a la URSS para aprender a ser piloto. Estudió en la escuela de aviación de Kirovobad (actualmente Ganja, Azerbaiyán), como decenas de otros republicanos españoles. Tras graduarse, se quedó en la Unión Soviética atrapado por la Segunda Guerra Mundial, una contienda en la que participó junto al Ejército Rojo.
“El abuelo decía que había derribado ocho o nueve aviones, se le veía muy orgulloso cuando lo contaba”, recuerda su nieto Valentín. Cuando terminó la Gran Guerra, Domingo se instaló en Moscú, perfectamente consciente de que en Madrid no le perdonarían sus convicciones comunistas.
“En España estaba su novia, con la que tuvo un hijo, pero el abuelo nunca nos hablaba de ello. Sabía que no tenía vuelta atrás y decidió rehacer su vida en Rusia”. Se afincó en Moscú, trabajó en un aeródromo en las afueras de la capital y allí conoció a su futura esposa rusa, con la que tuvo su segundo hijo.
En 1984, cuando murió su mujer, intentó volver a Villarejo de Salvanés, a casa de su primer hijo. “Yo era muy pequeño todavía, y sin embargo lo recuerdo bien: hizo las maletas, se despidió de todos y se fue muy feliz. Pero pasaron tres meses y nos llamó desde Madrid diciendo que le esperáramos de vuelta en casa. Al parecer, tuvo un conflicto con su nuera y no se integró en la familia. Nos hizo mucha ilusión cuando le vimos entrar por la puerta, aunque volvió apagado”, recuerda Valentín.
Lejos de la civilización
El pueblo de Vírets marcó la vida de los Bonilla. “Los familiares de mi abuela procedían de la región de Tver”, cuenta Valentín. “Allí tenían una casa donde en verano se reunía toda la familia. A mi abuelo le encantaba ese lugar, siempre iba a pescar o simplemente a pasear por unos campos donde parece que la civilización no ha dejado huella”. La misma costumbre la heredaron su hijo y, más tarde, su nieto. En 1986, Domingo decidió instalarse en una casa en Vírets y pasaba allí todo el tiempo intentando huir de la soledad y la nostalgia por España.
“El abuelo estaba a gusto en Rusia. Tenía muchos amigos españoles, pero la mayoría volvió a su país en los setenta y ochenta. Él no lo consiguió y eso le afectó bastante”, reconoce Valentín. “Siempre se acordaba de España, era su gran amor y de vez en cuando le gustaba meterse con los rusos. Quería morir y ser enterrado en Madrid, pero no pudo ser y decidió descansar en Vírets”.
Y así fue. Domingo Bonilla fue enterrado junto a su mujer en Vírets, al lado de la iglesia Známenskaia.
Vínculos rotos
Pero la historia sigue y a finales de los 80 el nieto Valentín pidió permiso a sus padres para ser bautizado en una iglesia ortodoxa. Casi todos en la familia eran comunistas y no querían saber nada de la religión. Pero insistió hasta convencerles. Es más, decidió bautizarse en Vírets, donde pasaba cada verano, en la iglesia Známenskaia, en vez de hacerlo en la capital.
“Siempre le tuve mucho cariño a este templo, no sé por qué. Sabía que mis abuelos estaban muy cerca”, cuenta Valentín.
No soñaba con ser sacerdote, pero poco a poco descubrió su vocación. Se convirtió en el párroco de la iglesia ortodoxa Známenskaia y desde hace 30 años cumple su misión a pesar de residir en Moscú. Celebra misas en distintas iglesias de la capital y con lo que gana vive y mantiene la de Vírets. Paga los viajes de su propio bolsillo y cubre los gastos de la congregación: compra leña para calentarla en invierno y repara el tejado cuando gotea para que el templo pueda seguir funcionando.
Actualmente en el pueblo viven personas mayores cuyo único entretenimiento es esperar la llegada del párroco. ¿Podría dejar de ir allí? “Sin duda. Nadie me lo reprocharía, pero me siento atado a ese lugar y, mientras pueda, seguiré yendo”, confiesa. Dice que no siente que en sus venas corra sangre española, que se rompieron los vínculos con España a finales de los ochenta. Hasta el idioma se le ha ido olvidando. Ya no le queda nada que le una a ese país, salvo el apellido... y los recuerdos de su abuelo.
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